Una de las mayores dificultades que tuvo la temática ambiental para instalarse en la gran agenda pública de los países desarrollados, paradójicamente fue la visión de la tecnología por parte de esas sociedades, como una adoración pagana. En un panel sobre la Industria del petróleo y los impactos ambientales, organizado por la Fundación Tinker hace ya tiempo, varios académicos se entretenían en explicitar cómo se actuaba en la selva peruana para impactar en lo menos posible el ecosistema donde se halla la mayor reserva de gas de toda América: Camisea. Lo que impactó a la concurrencia no fue el arsenal de recursos tecnológicos exhibidos para ejemplificar las buenas prácticas allí aplicadas. Lo más rotundo fue la opinión de Thomas Gladwin, un economista de la Universidad de Nueva York, que expresó que las sociedades desarrolladas y particularmente la de los EE.UU, tienen el absoluto convencimiento de que todo, absolutamente todo, puede remediarse y volverse a su punto de origen en materia de contaminación, merced a los avances de la ciencia y al posterior reinado de su majestad: la tecnología. Más aún, subrayó el expositor, “lo más conflictivo es que el ciudadano americano medio piensa que lo que hoy no tiene solución seguramente podrá tenerlo mañana”. Esta omnipotencia de lo científico sobre la naturaleza es lo que autores como Lester Brown, han tomado muy en serio para corroer el paradigma del confort hogareño como variable supuestamente independiente del único gran confort que debería preocuparnos, el de nuestro hogar común: el planeta. Desde esta raya de largada se inicia esta columna que no pretende otra cosa que caminar por el delicado equilibrio que marca la senda del eclecticismo: no se pretende volver a las lámparas alimentadas con aceite ni a los carros tirados por bueyes, pero tampoco pensar que “todo lo que hoy no tiene solución seguramente podrá tenerlo mañana”. Al ser designado como académico de número de la Academia Nacional de Ciencias del Ambiente, Carlos Merenson –otro gran comunicador ambiental-, presentó una magistral ponencia sobre la Ecoeconomía a la que apoyó con una frase contundente. “… de nada servirá contar con la más numerosa y moderna flota pesquera si ya no hay peces en nuestros mares”
La tercera revolución industrial
En ocasión de una de las Cumbres de Cambio Climático, entrevisté para el diario oficial de ese encuentro a quien por entonces era el Director de la Organización de las Naciones Unidas para Desarrollo Industrial (ONUDI), el argentino Carlos Magariños. “La reconversión de la industria para ser menos agresiva en términos ambientales, disparará la Tercera Revolución Industrial”, manifestó Magariños en medio de un mar de folletos sobre Desarrollo Limpio, que por entonces ONUDI presentaba en sociedad como materiales de apoyo a una iniciativa por demás loable: la instalación de Centros Nacionales de Tecnologías Limpias (CNTL).
Una de las actividades que más evidencias de transformación ha dado respecto de su desempeño ambiental es la automotriz. En las calles de nuestro país circulan miles de vehículos provistos con catalizadores que retienen grandes cantidades de partículas contaminantes de la atmósfera. Lo mismo puede decirse del gas que utilizan los equipos de aire acondicionado, que en muchos casos han prescindido del freón, un enemigo público de la capa de ozono. Pero las terminales locales aún no comercializan aquí modelos de gran impacto en otras geografías como es el caso de la llamada generación híbrida: automóviles con doble motorización: a combustión clásica y eléctrica. En este rubro Japón marcha a la vanguardia y particularmente Toyota, cuyo modelo Prius ha marcado rumbos claros de liderazgo en el Estado de California. Un dato es relevante sobre el grado de impregnación que han alcanzado allí las campañas de comunicación, que anclan el cambio climático a la vida cotidiana de los ciudadanos: durante la devastación que causara el huracán Katrina, las cifras de venta del Toyota Prius treparon hasta tocar su punto máximo.
Pero como la mirada es global pero la acción debe ser local, en la Argentina falta mucho por hacer, sobre todo en materia de transporte público donde en ciudades como Buenos Aires y Córdoba (ubicadas entre las 10 ciudades americanas con peor calidad del aire) por la Organización Mundial de la Salud, los colectivos siguen funcionando con viejas versiones tecnológicas de motores que en algunos casos, fueron fabricados para impulsar… tractores!!!, según un estudio reservado que encargó el actual jefe de gobierno porteño antes de asumir.
Las antenas de telefonía celular
Otro caso de estudio sobre la relación entre tecnología y ambiente es el de las antenas de telefonía celular, demonizadas al punto de que algunos intendentes bonaerenses llegaron al colmo de prohibir su radicación, ordenanza que debió luego ser derogada por las mismas autoridades dada la falta de sustento científico de aquella medida. El Ingeniero Claudio Muñoz del Instituto Tecnológico de Buenos Aires (ITBA), es un experto que viene siguiendo el tema desde su génesis y afirma que “las emisiones de las antenas de telefonía celular pertenecen al rango de las emisiones no ionizantes, donde también operan las emisoras que transmiten Frecuencia Modulada e incluso las fuerzas de seguridad”. Sobre el impacto en la salud que estas emisiones pueden causar, la misma fuente señala que “no hay evidencias de que causen daños a la salud en tanto se tomen los resguardos que están reglamentados por la normativa. El principio tecnológico de estas emisiones es el mismo que el de un horno microondas y a nadie se le ocurre que este artefacto sea dañino para la salud a menos que uno viole normas de seguridad como el abrir la puerta con el horno funcionando. La gente se preocupa por las antenas pero el propio teléfono celular opera con la misma tecnología y no genera rechazos, por el contrario”, concluye. La pregunta vuelve a aparecer ¿por qué entonces la gente se opone la radicación de estas antenas –que le dan mejor recepción a sus propios teléfonos celulares- y no se comporta con el mismo rechazo hacia las antenas de las radios FM?. ¿Por qué se demoniza a una parte del proceso de transmisión-recepción y no a la otra parte, referenciada en un teléfono celular?. El propio Muñoz ensaya una respuesta: “es por una cuestión estética, las antenas de telefonía celular son altas y cubren una superficie considerable de espacio que a algunos vecinos no les resulta agradable”. En una recorrida por el conurbano bonaerense, sondeando a los vecinos sobre este mismo tema apareció otra causa, que tiene poco y nada que ver con la salud y lo ambiental: la valuación inmobiliaria de las casas que están ubicadas en las cercanías de las antenas. Las empresas de telefonía son prósperas unidades de negocio, con quienes litigar por estas cuestiones. En tanto, la comunicación será vital en este entramado donde nadie quiere ocupar el torpe rol de elefante en el bazar.
La sinrazón de los envases
Todo lo que consumimos viene envuelto, en cartón, papel, film de polietileno, vidrio, pet, etc. Siguiendo la vida útil de un producto “de la cuna a la tumba”, no es difícil imaginar dónde finalmente impactan los envases que a diario manipulamos. Formularse este razonamiento en momentos en los que el mayor sistema de disposición final de residuos (CEAMSE) está al borde del colapso, NO ES UN DATO MENOR. La resolución de este tema no solo compete a expertos ambientales, más bien requiere de un profundo ejercicio de racionalidad en todas las áreas de la gestión. Más allá de las regulaciones fijadas por organismos como el SENASA, en materia de calidad alimentaria, no hay demasiada regulación sobre una actividad que requiere de una urgente norma que la ubique dentro de un marco ecoeficiente. Esa ley de ecoembalaje que por ejemplo recomienda adoptar el documento “Hacia una Gestión Integral de los Residuos Sólidos Urbanos”, de próxima publicación por la Federación Argentina de Municipios, es un instrumento que en todo caso marcará un norte legal. Desde el sector privado se reclama que ese tipo de iniciativas sean acompañadas de instrumentos económicos que incentiven la innovación y la sustitución de insumos y procesos. En buen romance, esto equivale a colocar premios y castigos para quienes avancen en la adopción de nuevos compuestos de mayor degradabilidad y autodestrucción. Nuevamente aquí deberán volver a convivir dos palabras que no casualmente provienen de la misma raíz: la economía y la ecología.
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